PARTE 1
Vivíamos en un pueblo llamado Éscaro. En el pueblo, por aquel
entonces a rebosar de gente, teníamos una
especie de "colectivo de
bienes", el cuál consistía en que cada persona del pueblo, cuidaba todos
los bienes
materiales de otros como si fueran suyos. Éramos más de 20
mozos en el pueblo, y hacíamos toda clase de
cosas juntos. Corría el
verano de 1935, en aquella época, yo era un chaval de tan sólo 15 años.
Por la
mañana, todos los chavales nos dirigíamos a coger el ganado y
llevarlo a las cumbres de las pindias y
impresionantes montañas de
alrededor.
En mi familia, teníamos más de 60 vacas de leche, y 30 de carne; también teníamos 40 cabras y 16 yeguas y un caballo.
Yo era el único hijo de la familia, la cuál acogía a mis 7 hermanas, mis padres, mi tío y yo.
Nos
levantábamos sobre las 7, y había que estar puntual en la plaza del
pueblo si querías ir con todos tus
amigos y sus padres. Yo me lo pasaba
muy bien, aunque llegabas muy cansado a casa, en la cuál te
esperaban mi
madre y mis hermanas para cenar.
Hacíamos muchos festejos, y la
armonía del pueblo era ejemplar. Por ejemplo el 1 de septiembre, el día
de
mi cumpleaños, celebrábamos el día del pueblo, en el cuál se
realizaba una comida y cena todo el pueblo
junto, y juerga por la noche.
Pero
con la llegada de esta maravillosa fiesta, acompañaba el clima más
frío, ya acercándose el otoño, y
con él, el invierno y sus nevadas.
La
época del invierno era muy dura, ya que hacía mucho más frío
obviamente, y el pueblo se vaciaba de mis
amigos, pero no de mí y de mi
familia.
Hubo un día que nunca se me olvidará, ese día
estaba más o menos despejado, aunque caía una débil
nebusquina. Teníamos
tres perros: Zarza (mi preferida), Tosca y Rey.
Íbamos los tres
por el Pando, un valle que llevaba al alto del pueblo, cuando de
repente, empiezo a sentirme
incómodo, como observado por algo o alguien.
Al darme la vuelta me lo encontré, un bicho de 3 metros y
con unas
zarpas más afiladas que cualquier cuchillo bien hecho. Los perros se
quedaron paralizados junto a
mí, excepto Zarza, que empezó a gruñir. Yo
empezé a correr, mientras que oía los lamentos de esta misma,
pero no
podía parar, hasta que me dí cuenta de lo que estaba pasando. No podía
dejarla sola, no podía
hacerle eso. Entonces decidí volver, con paso
firme.
No era tarde, mi valiente perra se estaba debilitando y tenía varios rasguños en su rostro.
Conseguí distraer al animal, y Zarza y yo bajamos para el pueblo apresurados junto con el demás ganado.
Desde ese día no salgo de casa sin una buena escopeta cargada.
Continuará....